Me percibís extrañamente calmada y en orden, inmutable. Cada movimiento que ves en mí empieza y termina con toda su ceremonia. No me altero por los estímulos del afuera, la gente habla, camina, grita…y ves como nada de eso modifica mi semblante. Una segunda mirada, inquisidora, percibe algo nuevo. Tus ojos, guiados por tu curiosidad, comienzan a romper el velo de mi expresión y creen encontrar algo. Deseo. Latiendo desde lo más profundo, bordeado de mi piel, retenido por las facciones de mi rostro y mi cabello severamente sujetado en un rodete perfecto. Un deseo que ha logrado un equilibrio para mantenerse justo al filo del abismo. Sujetado por mi collar, mis aros y mis pulseras. Un deseo al que quizás un estímulo oportuno podría hacerle perder aquel balance y desatar así, quien sabe con que consecuencias, un volcán de furia infinita.
Te preguntas si lo que ves es real o si es una proyección de tu propio deseo. ¿Habrá verdaderamente alcanzado esa mujer la paz absoluta, o es que encierra una violencia tal que ha preferido mantener reservada? Y si así fuera ¿qué podría suceder si aquella violencia se desatara?
Mientras tejés estas dudas me seguís observando, me medís, me tanteás con el objetivo de conocerme. Yo sigo inmutable, inmóvil, soberbia, y comienzo a sentir tu propio deseo, latiendo, creciendo, tu deseo de romper todo lo correcto que hay en mí y darlo vuelta mil veces. El caprichoso deseo de corromperme, simplemente por el hecho de no soportar ni un segundo más mi carácter sublime. Te percibo y me sonrío, un poco porque me divierte tu empeño, otro poco porque encontré con quien jugar mi juego. Estabas en lo cierto. Por dentro mi deseo me desborda, mi instinto se filtra por mis poros, por mis ojos y mi boca. Mi violencia está amarrada con lazos de seda a mi cuerpo, y el más mínimo roce lograría desatarla.
Cartografías
Hace 4 años